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XXII DOMINGO

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XXII

DOMINGO

(B)

XXII Domingo Ordinario (B)

 

 

 

9/1/2024

Deuteronomio 4: 1-2, 6-8; Santiago 1: 17-18, 21-22, 27; Mark 7: 1-8, 14-15, 21-23


 

Tal vez encontramos un poco difícil entender la preocupación de los fariseos por los aspectos externos y las apariencias físicas de la religión.  Estas reglas de purificación ritual venían de un deseo de imitar en la vida normal la santidad de los sacerdotes en el templo.  La tora, o las sagradas escrituras de los judíos, exigían que los sacerdotes se lavaran las manos antes de acercarse al altar.  A imitación de los sacerdotes, la tradición oral de los judíos exigía que la gente también se lavara antes de rezar o de comer.   

 

Sin embargo, estas reglas bien intencionadas causaban serios problemas para la gente que vivía en terreno muy árido, donde la busca de agua era un trabajo esencial.  Con frecuencia, los campesinos que laboraban en los campos muy lejos de casa no tenían agua para purificarse antes de almorzar.  Comer sin lavarse las manos era una violación de la ley.  Entonces, los pobres tenían que decidir entre quebrar la ley o no comer.  Solo los ricos que vivían donde había suficiente agua pudieron observar la ley.  Entonces la carga de observar las leyes cayó fuerte sobre los pobres, incluyendo los discípulos de Jesús.     

 

Lo interesante es que Jesús no critica la ley.  Más bien, El insiste en que lo que es importante es la disposición del corazón.  Podemos observar bien todos los mandamientos, pero si no tenemos un corazón lleno de amor para Dios y para los demás, es posible que somos egoístas, contentos de nuestra fidelidad, pero faltando una verdadera piedad que se manifiesta en obras de caridad.  Jesús está culpando a los fariseos por su falta de amor.   

 

La carta de Santiago habla de nuestra fe como la palabra que ha sido sembrada en el corazón, y que es capaz de salvarnos.  Esta palabra es como una semilla que tiene la potencial de crecer y brotar en buenas obras, como las de cuidar a las viudas y los huérfanos.  El insiste en que no es suficiente escuchar la palabra.  Más bien tenemos que dar testimonio de la palabra por nuestras obras.  Esta palabra tiene poder de crecer y de manifestar el amor de Dios en acciones.  La fe es un regalo que Dios nos da con el Bautismo.  Pero depende de nosotros cuidarla y dejarla brotar en una cosecha abundante.

 

Fijándonos en esta imagen de la palabra, podemos pensar en nuestras palabras.  Si lo que sale de nuestra boca es pura critica y queja, es imposible que la gente vea la presencia de Dios en nuestra persona.  Sin embargo, si nuestras palabras dan apoyo y aliento,  la gente nos puede ver como testigos del amor de Dios.  La palabra tiene una fuerza enorme.  El Evangelio de San Juan habla de Jesús como la Palabra.  Compartimos en la misión de la palabra por lo decimos nosotros.

 

Pensamos en una cosa sencilla como las palabras que los padres dicen a sus hijos.  Pensamos también a las palabras entre esposos. O que decimos en el teléfono cuando estamos hablando de vecinos o parientes.  Si la mayoría de nuestras palabras son críticas y recriminaciones, indica que nuestro corazón no está lleno del mensaje del Evangelio.  Al contrario, si nuestras palabras comunican respeto y ternura, somos verdaderos mensajeros de la palabra de Dios.

 

Pensamos una vez más en las lindas palabras de la carta del apóstol Santiago.  “Todo beneficio y todo don perfecto viene de lo alto, del creador de la luz, en quien no hay ni cambios ni sombras.  Por su propia voluntad nos engendró por medio del Evangelio para que fuéramos primicias de sus criaturas”.  Tenemos un don increíble, la de fe en un Dios de amor.  Que nuestras palabras significan nuestra realización de este don.

 


Sr. Kathleen Maire  OSF <KathleenEMaire@gmail.com>


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